LA MONA CON PELUCA
- Celia García Castilla
- 19 feb 2019
- 2 Min. de lectura
Éramos un pequeño grupo de jóvenes matrimonios reunidos en el salón de un piso costero, inmersos en un interesante debate sobre las funciones diplomáticas que desempeña la familia real . Pese al influjo playero y relajado que filtraban las persianas del balcón, el tono imperante era bastante distinguido, alejado del cuñadismo y el exabrupto ideológico. Relegado al fondo del salón, un televisor casi silenciado acompañaba el debate con brillos y ritmos de nostalgias musicales.
Varado en un amargo pragmatismo, alguien señalaba la triste necesidad de una figura integrada en los círculos patriarcales y elitistas donde se cierran la mayoría de los tratos de gran calado industrial y económico.
Otra interlocutora apostillaba que, además, sería nefasto si dicha figura estuviera supeditada a los vaivenes imprevisibles del partido político que gobierne en cada legislatura, con lo cual no era censurable del todo el carácter vitalicio de este cargo diplomático, desempeñado a la sazón por el rey de España.
Otra voz advertía que precisamente todos esos apoyos internacionales establecidos por la casa real, basados en estrechos lazos amistosos o marcados por tradiciones de largo recorrido, peligrarían si de repente la presencia afianzada del monarca fuera sustituida por un funcionario civil.
En mi cabeza bulliciosa se fraguaba el gran colofón del debate, la síntesis perfecta, podía entrever los claroscuros donde anidaba la verdadera raíz de la polémica que nos ocupaba. Enérgica y convencida, fui a abrir la boca para arrojar luz sobre tanto subterfugio, pero miré al fondo para tomar impulso y la puta tele absorbió todo el caudal de mi pensamiento y me abofeteó con la imagen de una mona con una peluca rubia aporreando una batería. Peluca rubia, alisado japonés.
Si en ese momento alguno de los presentes hubiera reparado lo más mínimo en mi presencia, habrían visto mi rostro constreñido y empapado en los sudores de la muerte, medio oculto bajo el tablero de la mesa, tratando de contener el mayor ataque de risa que he sufrido jamás. La bomba implosionó y me destrozó por dentro, mi cerebro eran las ruinas de Chernobyl y la conversación fluyó por otros derroteros.
Otra oportunidad de socavar los cimientos del orden mundial que se me escapó de las manos.
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