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ERROR DE CÓDIGO

  • Foto del escritor: Celia García Castilla
    Celia García Castilla
  • 10 oct 2019
  • 2 Min. de lectura

Mi hija se prodigaba en el parque con un llanto sostenido y unos desgarros de garganta que acortaban mi esperanza de vida. Mi política de rabietas (sentarme en un banco y fijar la vista en el vacío) ni funcionaba ni terminaba de convencer a una audiencia al parecer muy instruida y bastante crítica. Un padre y un abuelo se acercaron para empeorarlo todo en vano con piruletas y caramelos.

A la mañana siguiente ese mismo padre y ese abuelo trataban de contener la rabieta de su pequeña en la puerta del supermercado. Pasé junto a ellos ejecutando el código del gremio para estas situaciones: con intermitencias en mis cejas arqueadas alternaba sonrisas entre la pequeña y su padre, que se traduciría como “vaya, hoy te ha tocado a ti la papeleta, ¡ay, los terribles dos años!”.

Pero por la cara de depredador sexual que adoptó el padre y el codazo del abuelo supe que había puesto mal algún acento, resultando una propuesta de sexo explícita. Se miraban, me miraban, murmuraban. Acaso no me recordaban... Me alejé a paso ligero.

Pero más ligero quiso el destino que me los volviera a cruzar cuando entraba a mi carnicería de confianza. Y ahora mi cara de pasmo, tipificada en el código como una incitación al cortejo, puso al padre tras mi pista. En efecto, la vitrina de la charcutería reflejaba entre las mortadelas su rostro encelado aguardando tras de mí, silencioso, atento, anticipando el cortejo. No pidó la vez, no quería compar. Ese venía por la degustación pero ya traía listo el embutido. Contraataqué con la técnica de camuflaje que aprendí en Jurassic Park: me quedé inmóvil, no me giré, no hablé, no respiré. Con esto dejé de codificar estímulos sexuales en mi conducta, dejó de percibirme y se fué.

Volví a casa pensando en que tenía que revisar el código y en lo almodovariano que había resultado todo aquello.


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